Atónitos, miles de catalanes vimos los días 6 y 7 de septiembre de 2017, ahora hace un año, en directo, como el Parlamento de Cataluña vulneraba la Constitución y el Estatuto y los derechos de los diputados de la oposición, aprobando leyes que implantaban un estado sin separación de poderes y bastantes regresiones democráticas y garantistes. La degradación del Parlamento, como siempre pasa, anunciaba un periodo de degradación democrática. Por suerte, muchos confiábamos en la fortaleza de nuestro estado de derecho, y en la debilidad de medios y apoyos del exígua mayoría nacionalista para imponerse, para revertir aquel inmenso error. Era el que decíamos a los conocidos cuando mutuamente nos interpelábamos, y nos mostraban su miedo. El miedo.
Dos meses antes, todavía no, el presidente Puigdemont remodeló el Gobierno a raíz de unas declaraciones públicas de un consejero que mostraba su desazón por las consecuencias penales del que iban a hacer, después de unas cuántas advertencias del Tribunal Cosntitucional. Uno por uno, los consejeros se confesaron al presidente y todos aquellos que compartieran el temor, que no estuvieran dispuestos a asumir penalmente sus actos, fueron cesados y susbtituïts. Todo y las revelaciones que hemos sabido después, según las cuales los colaboradores del vicepresidente Junqueras sabían perfectamente que no había absolutamente ningún medio ni estrategia ni apoyo internacional para llevar a cabo la secesión, había motivos por el miedo. Nos gobernaba un equipo de gente dispuesta a delinquir fueran qué fueran las consecuencias. Por ellos y, obviamente, por nosotros. había motivos por el miedo, pues.
Casualmente, pocos días más tarde, por la Fiesta, cogí el mismo autobús de línea que unos cuántos mataronins conocidos míos, gente que me aprecio. Ellos iban a la manifestación, muy cofois y contentos (la revolución de las sonrisas) y no me estuve de preguntarlos como era posible que, cuatro días más tarde de la vulneración de nuestra democracia, fueran todos ellos a aplaudir y a reírlos las gracias. Cómo que son muy educados y buenos amigos (y en Mataró todos nos conocemos) dejaron que me esbavés hasta que yo mismo ya cambié de conversación. Antes, pero, ya los advertí que a mí no me mujer la hambre de callar-me lo y de tragarme el sapo. No, no se vale a excluir la mitad de catalanes de la nación. No se vale a dar miedo.
Visto con la perspectiva de un año, con el montón de hechos vertiginosos que se han producido a raíz de aquella funesta votación (con sus responsables encarcelados y esperando un juicio), no sé si mis compañeros de buzo creen que valió la pena. Si el abandono de la política por la imposición nos ha traído más mal que bien, como mí me parece, sobre todo entre los ciudadanos. Si serán capaces de admitir que "una solución política del conflicto" significa, siempre, abandonar el propósito de imponerse y, por lo tanto, de abandonar esta estrategia (para decir de alguna manera) suicida, y explorar soluciones parciales. Obviamente menos épicas. Tan de bono, al menos, este dolor que vive Cataluña, los unos por una cosa, los otros por la otra, como ejemplifica el sainete grotesco de los llacets, sirva a la larga para tejer vínculos más fuertes que los que hemos deshecho. A prueba de insensatos. A prueba de miedos.